Hace años que
les leo a los pibes de los talleres los palmerales de Francisco Madariaga como
si les ofreciera una misa en voz alta. Su voz lo era, y la voz que sale cuando
leo sus poemas, la voz de sus poemas, amado Madariaga de rojo y negro en los
tembladerales de oro que me dejan sin aliento, oh criollo del vino rojo y
lento, del anverso de tu propia retórica, criollo del universo que pensabas en
castellano y sentías en la lengua honda de tus poemas que se escribieron con el
sonido del agua de los esteros y con el gorgoteo de los gauchos a caballo y a
cuchillo, y con las mujercitas ‹inditas, criollitas, mulatitas, purificadoras y
encantadoras de jinetes y de caballos…› que me dictan las palabras para decir,
para decir que fuiste este poeta milagroso, Madariaga, el más correntino, el
más argentino y sudamericano y terrestre de entre todos los poetas que conocí.
Aquel Asaltante veraniego que me subiera a la
grupa de un alazán a los dieciséis, y que me mantuviera atenta a sus versos
desde entonces paseándome como el gentilhombre que era por los bajos de un
rocanrol. Porque acaso, cuando una dice ‹oro
en los tembladerales de oro›,
qué otra cosa siente más que el riff de una guitarra cayendo a las aguas y
subiendo al cielo celeste una y otra vez… Qué otra cosa más que la voz ciega y
lúcida de la poesía que no quiere nada más que sus versos, ninguna explicación,
ningún dar cuenta de nada, Madariaga, como vos querías…
Con su obra completa en mi computadora, con
sus entrevistas enturbiándome el corazón por la lucidez de su pensamiento, como
si lo escuchara hablar frente a mí, me siento ante la pantalla a decir el poeta
grande que sos, mi cuñao… Te tuve en la mesa de mi casa una vez, y con la
segunda botella de tinto empezaste a contarme la belleza de una aparecida por los
esteros del Iberá, estabas con tu mujer en mi casa y te vi crecer con esa sombra
y esa luz que tenía tu cara, esa hermosura de macho correntino que se fijó para
siempre en mí.
En la
adolescencia entraron tus versos y nunca más se fueron, no, fueron creciendo en
las olas de la poesía argentina y te colocaron en la cima para mí. Cuando me
preguntan por un grande, Madariaga, les digo. Empecé hablando de vos y ahora te
hablo a vos, porque un poeta de tu talla nunca muere y siempre se está tomando
un mate con una. Mi maestro, aunque sé que no querrías que te nombrara así, mi
maestro digo, y que la poesía lo refrende.
Diana Bellessi
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